Postales surrealistas I

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Fotografía de Víctor Enrich. Centro de Munich. Alemania. 2013

Todos decían que era un hombre tranquilo. Quizás porque sus profesores de la infancia lo habían metido en el cajón de los alumnos no problemáticos y, una vez dentro, la adaptación a lo previsible, le impidió salir.
«¡Qué buen carácter tienes!» -escuchaba una y otra vez.
Al principio, le agradaba esta descripción de sí mismo. La percibía como una virtud.
Un día por la mañana, una mañana cualquiera, normal, prosaica, nada especial, sintió que le brotaba una desazón debajo del diafragma cuando alguien le dijo que tenía buen carácter. Ni siquiera recordaba quién pronunció aquellas palabras, ni dónde había sido y en qué circunstancias, solamente que, a partir de aquel instante, empezó a percibirlas como un insulto.
Desde entonces, esa sensación le quemaba siempre que algo le desagradaba o le parecía injusto. Un empujón en el metro, un coche que se atraviesa en el atasco o que no hubiera sus galletas favoritas en el supermercado, desencadenaban un pequeño incendio allí, debajo del diafragma.
Una tarde gritó para exhalar aquella explosión interior. El sonido rompió el espejo de la entrada y desató el nudo que impedía la expansión de la rabia. Pasó la noche despierto, atrapado en una especie de alucinación febril, alimentada por la sensación de posesión de la verdad y las ansias de clamar justicia.
Llegó a la oficina. Un ardor interno a punto de desbordarse le empujaba. Entró en el despacho de su jefe y soltó todo lo que había callado durante años. Las palabras brotaron en forma de llamaradas cortas y directas hasta que se calmó. Entonces salió del edificio confuso. Todos los principios que sustentaban su mundo se habían fragmentado.